
El lado B (o A) de Capital que el porteño prefiere ocultar
Vine a Buenos Aires, enamorado, destruido, psíquicamente al borde del desborde, a vivir solo y a trabajar de algo de lo que nunca había trabajado: como vendedor en el aeropuerto internacional de Ezeiza. Crónica de un fin de año agitado en Once, acerca de los riesgos de mudarse a la gran jungla de cemento, con una mochila de sueños y una realidad de pesadillas.
El sábado 22 de noviembre por la mañana esperaba un llamado que me dijera que en una hora -a más tardar-, la camioneta del padre de un amigo vendría a ayudarme para hacer las veces de flete y trasladar así, mis libros y electrodomésticos desde La Plata a Capital Federal. El sábado a esa hora el llamado llegó, pero la noticia era otra: la camioneta había sido robada.
Mis amigos me dicen que soy mufa. En realidad, tal afirmación nunca salió de la boca de mis amigos, sino de la mía propia. Es una especie de superstición que esbocé en una noche de asado y alcohol y que luego de dos o tres hechos infortuitos que protagonicé, ellos no dudaron en colgar de mi frente y cargar sobre mis espaldas el mote. A mí, -como a todo mufa- el sobrenombre me resbala, aunque debo admitir que en más de una ocasión me lo creí.
Bordeando el psicólogo llegué a la jungla de cemento. Siempre hay un punto en la vida de todo ser humano en donde más allá de que se sea sensible o detractor a los servicios de estos profesionales, uno especula seriamente con la necesidad de ser psicoanalizados.
Mudarse de ciudad no es asunto fácil. Hay dos motivaciones principales que hacen que alguien tome este tipo de decisiones. La primera se debe al coctel explosivo que combina un desengaño amoroso importante y su consecuente hartazgo de la ciudad en la que se convivía; la otra es la posibilidad de un futuro mejor que deviene de una mejor oferta laboral, y la misma, suele traer aparejado –con un poco de suerte- la apertura de un abanico de posibilidades y contactos en el mismo aspecto. Personalmente, estoy encasillado dentro de la segunda opción, con el agravante de saber que en la ciudad de las diagonales, dejaba algo más que un departamento vacío y un trabajo en negro.
Una Ford vieja y despintada con cabina de flete suplantó la Toyota Hilux, que según mi ultima charla con el damnificado, -quien desde hace una semana mantenía un duelo dialéctico con la aseguradora para que le devuelva la plata de la misma- debería estar desarmada y repartida entre distintos comercios de Warnes.
Sesenta kilómetros separan a La Plata de Capital Federal, pero los contrastes entre una ciudad y otra develan que la corta distancia es inversamente proporcional a la brecha que existe entre el ritmo de vida que cada una de ellas exige.
En Buenos Aires no hay aire, no hay tiempo, no hay monedas y no hay paciencia. El chofer del colectivo tiene mal humor y el del taxi te exige que le pagues con cambio. Buenos Aires te enseña que a la vida hay que zafarla, que no existen los favores, existen las changas. Que Puerto Madero es para Alan Faena, Las Cañitas para los gerentes, San Isidro para los rugbiers y Palermo Hollywood para la nena mimada de papá con plata. Lo demás se divide entre conventillos, cartoneros, pungas, laburantes, pibes de la calle, travestis, bares, hambre y villas. Con todo eso tenía que aprender a convivir si quería sobrevivir y estar más cerca de ser alguien, dentro de una vorágine tendiente a exprimir el poder de volar y soñar entre sus transeúntes.
Hogar, dulce hogar
Rómulo abrió de par en par el portón del edificio para que el flete ingrese dentro del mismo, no sin antes repetirme que por el “favor” tendría que abonar treinta pesos. La esquina de Yrigoyen y Catamarca pasaba oficialmente a ser parte de mi vida.
Mudarse es conflictivo por naturaleza. Es empezar de cero en otro lugar, acomodarse a ruidos nuevos en un ambiente nuevo, con el siempre latente bajo instinto que desde algún rincón de nuestra conciencia nos dice que se está tomando una decisión equivocada y que antes se estaba mejor.
Once es un zamba. Decir Once es apodar comercialmente a Balvanera. Decir Balvanera es sinónimo de un barrio atravesado por una multiplicidad de razas latinoamericanas importante. En esta zona, paraguayos, bolivianos, peruanos, y centro americanos se reparten entre cabarets, puestos de ventas ilegales, conventillos, bares, todo por dos pesos, subtes y espacio público. La paz está garantizada mientras nadie se meta con el otro. Eso, equivale a decir que entre bomberos nadie se va a pisar la manguera. Todos son felices si hoy se va a dormir con la panza llena y el corazón anestesiado, porque en once es muy difícil ver corazones contentos. Todos están acá porque en algún punto de su vida algo no salió como debía salir. Todos llevan sobre su piel alguna cicatriz vigente que con la humedad renace y hace doler hasta los huesos. Se nota en la cara de los que caminan avenida Rivadavia, de los que ríen a fuerza del alcohol, de los que limpian los vidrios en cualquier esquina. Incluso en las caras de aquellos que comieron hoy y después vemos, porque Balvanera es eso, es comer hoy e irte a dormir con la satisfacción de que zafaste, que no te vas a morir, pero que mañana tenés otra 24 horas para confirmar eso. Es poner la otra mejilla a la cachetada del destino que te tocó, pero que no elegiste. El que ve otra cosa, no está en Once.
Pero Balvanera no está sola, tiene su aula magna: la plaza Miserere. Allí, avenida Pueyrredón, Jujuy y Rivadavia se congregan y militan sin ningún tipo de recelo.
De noche, los vecinos de la zona recomiendan no cruzarla. Hacerlo, ahora es muy difícil porque desde hace unos meses a esta parte, la plaza está cercada por andamios y maquinarias de construcción que según dicen los carteles de la gestión Macri, están remodelándola. No obstante, eso no es impedimento para que el aula magna pierda su jerarquía, tiene menos lugar pero no por eso, la gente de Once deja de llenarla. En ella conviven desde puestos artesanales, hasta ofertas de sexo y superpanchos. Algún publicista de la Universidad de Palermo podría asignar el siguiente slogan para promover el turismo en Balvanera “Vení, comete el mejor pancho por dos pesos y disfruta del ardiente sexo latinoamericano mientras aprovechas la hiperpromo de 3 remeras Nike por $20”. La frase no sería descabellada por el simple hecho de que acá, todo tiene que ver con todo. Los que la caminan lo saben y están orgullosos de eso. No reniegan de su destino, pero sí, de su pasado.
Para cuando llegué a vivir a una cuadra de la plaza, tenía más dudas que Samantha, pero por sobre todas las cosas tenía una certeza base que contrarrestaba todas esas incertidumbres, y era que necesitaba jugarme las fichas de ser alguien dentro de la gran ciudad. Y si el precio de hacerlo, era salir moral y psíquicamente destruido, eso, no iba a ser impedimento para que diera mi cabeza contra la pared una y otra vez. Creer en eso no es una asignación del destino, es una filosofía de vida.
Germán Uriarte
(Diciembre 2008)
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