lunes, 18 de mayo de 2009

BUENOS AIRES ESQUINA VIETNAM (2° Parte)


Va a estar bueno Buenos Aires

De chico cuando venía a Capital me pasaba el día mirando los edificios y las autopistas. Siempre me llamaron la atención esas estructuras exageradas y monstruosas que todo niño de pueblo ve por primera vez. De grande, cuando vine a estudiar a La Plata y en alguna escapada de fin de semana me venía para Capital, mi asombro por las mismas cosas seguía vigente. Siempre creí que con Buenos Aires me iba a llevar bien, que entre ambos íbamos a mantener una especie de romance y complicidad. Mas tarde, la realidad me diría que Buenos Aires no se iba a dejar besar.

Macarena gira sobre su eje y de cara a un puesto de diarios, revolea su cadera en un claro gesto de invitación sexual, frente a un chofer de la línea Plaza que mordiéndose los labios, levanta sus cejas para alertar al diarero que la joven está infernal. Macarena no llega a los 18 años y está acompañada por otras dos mujeres de su misma nacionalidad: panameña.

Las tres ostentan un mismo objetivo y una forma en común de llegar a él: ofreciendo su cuerpo. En Once el término pedofilia está por venir, es como uno de esos celulares que por Internet anuncian las compañías japonesas de tecnología avanzada pero que al país van a tardar algunos años en llegar. Al menos, eso indica la actitud del policía que con la misma cara avala las observaciones del colectivero.

De las tres, la que más llama mi atención y no por ser pedófilo es Macarena. Hacía ella me dirijo, mientras un séquito de miradas masculinas me miran con cara de envidia, y otro de miradas femeninas, lo hacen con cara de asco. La gente sólo piensa en eso.

En eso también piensa Macarena y sus dos acompañantes que a modo de guardaespaldas me avasallan y la regentean de la mejor manera posible. Como mis intenciones son otras, con cara de decepción las que más tarde me enteraría que eran su madre y su tía se hacen al costado en busca de mejor suerte y recién ahí, la joven se suelta… y no de ropa.

-Estoy en el país desde los ocho años. Vine con mi mamá, mis tías y mis dos hermanas traídas por un hombre que se dedicaba a la trata de personas. Argentina era ante todo la posibilidad de ser alguien, de crecer para volver a nuestro país con dinero para salir adelante.

Once es contradicción por naturaleza. Es la bocanada de aire entre un tumulto de gente con historias forzadas y pasadas que asfixian, pero a la vez puede llegar a ser el Tupper de una sociedad que no termina de desarrollarse. Y que te quedes o no dentro de él, dice muchas cosas. Para algunos, plaza Misserere puede ser el refugio frente a un pasado que no se quiere volver, para otros, en cambio, significa el estancamiento, el caminar con la insatisfacción en la cara de que no se está pasando por un buen momento y que uno merece más de lo que tiene. Pero Buenos Aires no ofrece tiempo para lamentos y en consecuencia la vida sigue, del trabajo a tu casa, o a tu refugio, o a la escalera del subte, si es posible con la panza llena, que te garantiza 24 horas más de vida. Mañana vemos.

-Cuando llegue acá mucho no entendía, era muy pequeña y cuando es así no tenes noción de las cosas, siempre se especula con un mejor futuro para volver a Panamá, pero después empezás a crecer y las cosas que antes creías que ibas a hacer para volver a tu país, se transforman en cosas que haces para comer. Ahí las cosas cambian, y mucho.

El sol partía la tierra de aquel domingo 30 de noviembre y las miradas de su madre y su tía se clavaban sobre mí con un tono desafiante. Me despedí de Macarena y enfilé hacia la calle Catamarca, tenía hambre y a las tres de la tarde tenía que estar en Ezeiza para cumplir con mi jornada laboral.

Acá hay que vender

En cierta forma plaza Misserere y el aeropuerto de Ezeiza se parecen. En ambos se puede encontrar gente de las más variadas nacionalidades, se pueden comprar infinidades de cosas sin tener que abonar el impuesto del producto y hasta se podría decir que en ellos, millones de personas dejan atrás historias pasadas para partir en busca de un mejor futuro. Ahora bien, hay una diferencia que marca a fuego los dos lugares: contrariamente a la gente que camina por Once, la que lo hace por el aeropuerto vive una realidad totalmente distinta y tiene mucho más que las próximas 24 horas aseguradas en su vida.

Llegué a trabajar como vendedor del Duty Free Shop gracias a un amigo que se desempeñaba dentro del departamento de recursos humanos de la empresa. Para cuando ingresé dentro de la misma, mis planes eran permanecer poco más de tres meses como vendedor, para después pasar a integrar un puesto en recursos como encargado de la comunicación interior y poder así, desempeñarme dentro de un área para la cual había estudiado.

Hay algo que por sobre todas las cosas hay que saber hacer para formar parte del plantel del freeshop. La misma es vender. No importa qué, ni cómo, ni a quién. Hay que vender y punto, porque si se vende, se trabaja y si se trabaja, se come y si se come, todos somos felices y no hay tutía.

Miles de portugueses invaden por día los locales del freeshop, también alternan entre ellos, asiáticos, europeos, norteamericanos y algunos personajes famosos de la farándula local, pero la gran mayoría de los turistas provienen de Brasil.

En el aeropuerto todo es escándalo y show. Están las mejores marcas, la mejor seguridad, las mejores promotoras, la alta sociedad, los bajos instintos, los mejores caprichos y los precios en dólares. El paisaje es parecido a esos lugares del mundo que en vísperas de la visita de algún personaje de relevancia mundial -como el Papa o Bush-, limpian y corren la pobreza del lugar hacia algún rincón de la periferia urbana. Para verla, hay que retroceder sobre la Richieri y entrar en Ciudad Evita o desviarse a Monte Grande. Pero si usted quiere apreciar la pobreza, Ezeiza no es el mejor de los casos.

Allá, a veinte metros del sector de la relojería un vendedor y dos pasajeros brasileros se debaten por una camisa italiana de marca, uno de ellos se fastidia porque a la hora de pagar no encuentra su bording pass y pasaporte, mientras Pancho Dotto se enoja porque otro vendedor –que no soy yo- tarda más de un minuto en atenderlo y llevarlo hacia el lugar donde se venden los pañuelos Hermenigildo Zegna, a por lo menos 500 dólares cada uno. Yo hubiese tardado más, pienso, mientras me acomodo el cuello de mi camisa y no puedo evitar esbozar cierto gesto de rechazo ante los desagradables modales que detentan algunos personajes de la clase elitista. Por estos lados la ostentación es cosa de todos los días.

Germán Uriarte
(Diciembre 2008)

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