
ADVERTENCIA:
Si usted está felizmente casado o conyugalmente completo, por favor absténgase de leer esta nota. El autor, no se hará cargo de los efectos colaterales o de los espasmos que derivan de una perspectiva magra de eso que llaman “amor”. Ante cualquier duda consulte a su médico de cabecera.
Ayer me puse a pensar acerca de las probabilidades de enamorarse que tiene un hombre a lo largo de su vida. Luego, caí en la conclusión de que nos enamoramos una vez, dos a lo sumo. Las demás, tranquilamente pueden encasillarse como calenturas pasajeras y son derivadas de un buen par de tetas o un culo medianamente admirable.
Deseamos lo que nos es efímero, vemos esas vedettes en la pantalla grande y se nos cae la baba, le juramos mil orgasmos, mil perversiones sexuales, pero todo se desvanece en el aire, por la simple razón de que si la tuviéramos, seguramente tendríamos sexo diez minutos y después dormiríamos dándole la espalda o le pediríamos amablemente que se vaya de nuestra casa.
Seamos sinceros, no soportaríamos un solo monólogo de su boca. Imaginen cualquiera de esas rubias taradas contándonos que hoy a la tarde fue de compras. Escalofriante.
Entonces, caemos en la conclusión de que el hombre no quiere ser amado. El hombre quiere que lo escuchen, lo demás es secundario y puede amoldarse. Y que tarde o temprano buscamos una madre en una mujer. Una madre con sexo, pero una madre al fin.
Somos los eternos nenes de mamá. Nos guste o no, estamos condenados al edipismo; porque después de todo, ¿qué sería el complejo de Edipo sin nosotros? Nada.
Que se enoje Sartre, pero no solo entre el tiempo pasado y el presente; o el presente y el futuro hay nada. Sino también, hay nada dentro de la cabeza de esa rubia con la que te acostaste ayer y que hoy no queres ver más. (¿Por qué siempre tienen que pagar los platos rotos las rubias?)
Me haré cargo en el mas allá por los perjuicios ocasionados contra la reputación y credibilidad de Jean Paul. Lo indemnizaré, lo invitaré a cenar o le pasearé el perro. No sé. Bienvenido sea. Me importa poco, pero yo creo que su ensayo “El ser y la nada” está al menos incompleto. Tranquilamente podría titularse “El ser, la nada y la rubia platónica que esta en la barra de un bar y que después no vas a querer ver más” (Habría que sintetizarlo, eso sí.)
Son tiempos difíciles para el amor. La vorágine nos chupa e indefectiblemente terminamos militando en el escepticismo sentimental. En fin, Calamaro, uno de los músicos mas romanticistas que he visto, ha dicho cosas muy coherentes y otras no tanto, pero sin dudas lo mejor que le escuche decir fue que no se puede vivir del amor.
Personalmente, creo que para embanderarse tras una afirmación de este tamaño, primero hay que haber sabido que es el amor. Uno, en esta esfera no es ateo por naturaleza, sino artificialmente. Es decir, que se transforma en anarquista luego de haber tenido un desengaño amoroso importante. Agnóstico no se nace, se hace.
Y aquel que todavía no encontró el amor, lo está buscando para en todo caso, convertirse después en un fundamentalista taliban en busca de Cupido, al que en uno de los actos más injustos en la historia de la humanidad nunca demandaron por portación ilegal de armas. Ser su gangster de la guarda, el sueño dorado de papá que se divorció al año de conocer a mamá.
Esto, claro está, descartando a los que son correspondidos amorosamente y militan del otro lado del río. Los que “son felices y comen perdices” (y todos odiamos). Los que cuando se pasen de nuestro lado, le vamos a repetir una y otra vez que nosotros ya sabíamos como iba a terminar con esa loca, que se lo dijimos y que nunca nos quiso escuchar, que tenía várices, además del 100% de la culpa de su calvicie. Es causa y es efecto.
Ok, aceptemos la parte de culpa que nos toca. Solemos vender un producto que no podemos llevar adelante y la construcción teórica es desde la partida: utópica e insostenible. Tampoco esperen flores de los que recibieron palos, sabido es que la rabia nunca murió.
Al igual que Antoine De Saint-Exupéry en el prólogo de El principito, pero a diferencia de que lo hago en el párrafo final, voy a pedir perdón. No a los niños como lo hizo él, sino a aquellos lectores que en la actualidad experimentan flotar en el auge del ecosistema conyugal. A ellos, les pido que sepan disculpar la acidez y el bajo nivel de autocrítica.
Tengo para objetar, no obstante a mi favor, lo mismo que Freud dijo luego de que un limitado público de lectores leyera por primera vez “La interpretación de los sueños” allá por 1900, “reconozco que mis ideas son odiosas y conducen al desánimo”.
Asimismo, prometo -aunque a nadie le importe- otro día hacerme cargo de los muertos que aun respiran en mi placard. Del mismo modo, me comprometo en un futuro no muy lejano (imperfecto quizás), cambiar mi postura trágica de eso que llaman amor.
Hoy no. Me duele la cabeza.
Germán Uriarte
(Noviembre 2008)
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