
“Lo peor ya pasó”
Las energías estaban renovadas. Al igual que todos, pensaba que nuestra mala suerte se había acabado. Al igual que todos me equivoque. 300 kilómetros más adelante y faltando sólo 30 para Piedrabuena, al salir de una curva que habíamos tomado a una velocidad poco prudente, se bloquearon las dos ruedas traseras.
La camioneta empezó a perder el control y terminamos contra la banquina. El accidente no colmó las tapas de los diarios regionales y algún recuadro de Clarín porque justo en ese momento no venía nadie de frente. Nos volvimos a mirar entre todos, nos preguntamos si estábamos bien, puteamos, nos bajamos de la camioneta, volvimos a putear, revisamos la camioneta (también puteando), y mi primo y el flaco detectaron el problema (o creyeron detectarlo). La cuestión era que las ruedas no giraban, estaban bloqueadas.
La historia se volvió a repetir. Otra vez esas miradas sobre mí, otra vez la misma misión con diferente horario. La historia de nunca acabar. La sensación de incertidumbre, parecida a la de estar demorado en la comisaría.
Esta vez, fue otro camionero el que me levantó, llevaba arena, un camión cargado de arena al que no le funcionaba al embrague; manejarlo, todo un arte. “Yo me llamo Daniel” se presentó, el tipo aparentaba unos 50 años y una vida entera arriba del camión. Salimos con rumbo a Tres Cerros, una localidad a 250 kilómetros. En el transcurso hablamos de mi desgracia y aun así no pude desahogarme, maldije una y otra vez, la suerte estaba echada... a la basura.
El camionero me dijo algo muy inteligente, me advirtió de mi rumbo errado del cual ni él, ni yo hasta ese momento nos habíamos percatado.
- En realidad, pibe, vos tenés que ir para el otro lado
Tenía razón. Me iba a ahorrar tiempo, plata y mala sangre. Ir para el otro lado significaba seguir hasta Obreria, un lugar en donde sólo hay hombres trabajando. A todo esto, a Obrería ya lo habíamos pasado. La preocupación se remitía a una duda: no sabíamos si había algún auxilio ahí y ni siquiera sabíamos si había teléfono, los celulares no tenían señal, estaba en una especie de triangulo de las bermudas patagónico.
Obrería es un pequeño terreno donde la gente se dedica a trabajar con las rutas argentinas, subsidiado por Kirchner, que dicho sea de paso, tiene media Patagonia en su bolsillo o en la cartera de su mujer. Vaya a saber uno dónde.
Daniel me volvió a dejar en la ruta a 40 kilómetros de donde nos habíamos quedado y a unos 30 de Obreria. De nuevo mi pulgar y yo estábamos a la deriva, hicimos nuestro trabajo y a los cinco minutos otro camionero me levantó.
Carlos se llamaba y era de Ushuaia, tenía 24 años, dos hijos y se dirigía a Obrería. También charlamos aunque esta vez me contó de sus problemas familiares; fui su psicólogo de cabecera por el lapso del viaje. Al igual que la mayoría de la gente joven, había escapado para Ushuaia en busca de un futuro. Era de Lomas de Zamora, no pudo estudiar, y tuvo que optar entre dos caminos: robar para comer o trabajar para vivir. Optó por el segundo.
Carlos tenía aspecto de barrabrava; los prejuicios dirían que pertenece a la Guarda Imperial o a la celda 24 de Devoto u Olmos, si prefieren. Desde ya, nada que ver, el flaco iba con Ricardo Arjona al mango, me tuve que comer el cd entero, mientras movía la cabeza asintiendo a los problemas de su vida y metía algún bocadillo cuando la situación lo permitía. Entre el debe y el haber llegamos a Obrería, nos dimos la mano, me deseó suerte y yo hice lo mismo con él.
Esto ya lo viví
En Obrería volví a contar lo desgraciado del viaje por decimoquinta vez en el día. Allí, un guardia de seguridad se apiadó de mi y me dejó entrar para que vaya en busca de Ortiz, y que éste llame a una grúa. Así hice, fui hasta la oficina de Ortiz, golpeé la puerta, lloré la carta y me llamó a una grúa que venía desde Piedrabuena.
Agradecí el buen trato que me dieron y me puse a hacer dedo para recorrer los últimos 10 kilómetros que me separaban de la accidentada camioneta.
Nuevamente, otra Ford fue la que acudió en mi ayuda; un hombre gordo, de pelo largo, barba al mejor estilo Botafogo, gorra y unos Ray Bans sobre sus ojos, me acercaron a destino. El hombre tenía por apodo “Rulo” y era correntino, había ido al sur de joven y lo hizo para escaparse de su familia, de la que no tenía los mejores recuerdos.
- Cuando las cosas en tu casa no van bien, te tenés que tomar el palo. La decisión es difícil pero otra no queda, si querés ser alguien. El sur te da esa posibilidad. Acá tenés que bancar el clima y la distancia pero sos alguien, tenes laburo y podes formar tu propia familia. A eso, yo no lo cambio por nada.
Tuve que subir en la cúpula porque los asientos estaban ocupados. Llegué sano y salvo, me di la mano con él y con los demás. Volví a agradecer e hice una reverencia.
A continuación, esperamos por dos horas a que llegara el auxilio que nos lleve a Piedrabuena. La grúa llegó, el hombre se llamaba José. Como la camioneta no movía tuvo que hacer uso del gato hidráulico; como la camioneta era muy pesada, el gato hidráulico se rompió.
Después de una larga lucha la camioneta se pudo cargar, yo no se todavía cómo, más bien creo que son algunos de esos fenómenos sobrenaturales que suceden muy de vez en cuando y en los que uno elige creer y no hacer tantas preguntas, después de todo, ese día habíamos visto todo, o mejor dicho casi todo.
Cerca de las 10 de la noche, llegamos a Piedrabuena. La camioneta quedó varada ahí, en busca de algún valiente que la repare. Nosotros tuvimos que pasar la noche en una hostería y al otro día resolver la situación de la camioneta, que a esta altura, ya había entrado en coma farmacológico. El desgaste mental y físico era grande, insoportable y pedimos una habitación. Nos dieron la 13, como no podía ser de otra manera.
Caímos tendidos sobre las dos camas, el tercer acompañante decidió tomarse el primer micro a Río Gallegos (decisión muy acertada por cierto).
A las 9 de la mañana del martes ya estábamos en las calles del pueblito en busca de un auxilio para la camioneta, hacia frío, algo así como 6 grados, el viento estaba intratable, mi primo y yo de muy mal humor. Queríamos llegar a Ushuaia como sea.
Mi primo enloqueció y quería tomarse un vuelo desde Río Gallegos hasta Ushuaia. Yo asentí. Llamamos a Aerolíneas pero no había vuelo hasta fines de enero. Optamos por tomarnos un micro en el mismo sentido, pero no había pasajes.
Las cosas empeoraron otra vez.
El mecánico del pueblo, que en un principio nos había dicho que nos arreglaba la camioneta, después acusó un viaje a Río Negro por un mes y se deshizo del compromiso. La situación era la siguiente: sin camioneta, sin nadie que la arregle, sin lugar donde dejarla, sin pasajes a Ushuaia, sin pasajes a Río Gallegos y varados en Piedrabuena. Los instantes eran eternos.
Entre tanta vorágine, el sur se había vuelto algo utópico, inalcanzable. De nuevo en la hostería, miré a mi primo en busca de encontrar algún significado del sur para nosotros. Roncaba como un caballo. Afuera, el viento se hizo protagonista y comencé a experimentar un neurótico desvelo.
Esa noche, entre las sábanas de la habitación 13 no pude dormir, ni responder la pregunta que me había llevado hasta ahí. Estábamos cansados e imaginar un futuro a esa altura y con esos resultados, era algo incierto.
Resignado, mordí la almohada, contuve la bronca y agradecí no haber tenido la idea de viajar en avión.
Lentamente, entendí que hay cosas que nunca vamos a entender y dudas con la que vamos a tener que convivir por el resto de nuestras vidas.
Ayer, hoy y siempre. ¿Qué hay allá abajo?
La curiosidad mató al gato.
Germán Uriarte
(Enero 2009)
No hay comentarios:
Publicar un comentario