lunes, 18 de mayo de 2009

ESCRIBA URIARTE, ESCRIBA


Necesito de estos estados, no hay duda. Para escribir, digo, necesito de estos estados. Aquellos que experimento cuando siento que todas aquellas cosas que mantenían un status quo lineal sufren lo que Isaac Newton definió como ley de gravedad.

No sé que es. Si un refugio, una seguridad, una manía, una puta costumbre, una fetiche canalización. No sé, ni me importa. Me hace bien o al menos eso creo. Porque ahora que empiezo a escribir y vomito todo de repente, noto cierta anestesia mental que me permite dar una amnistía a todas aquellas cosas que me atormentan y me invaden el marote, generando en mí, un brote psíquico con rasgos paranoicos y esquizofrénicos de los cuales con seguridad quiero huir, pero no sé si puedo. Al menos sé que escribo, aunque no sepa bien qué, tengo una certeza: Es terapéutico. Mi vecina hace yoga, mi vieja teje, yo escribo.

Para Chuck Palahniuk, la escritura es un acto solitario, lo contrario a lo que su sociedad llama el “sueño americano”. Es dejar que suene el teléfono, que se acumulen los e-mails, hasta que se llegue al límite de la tristeza y en efecto, nos veamos obligados a volver al mundo exterior a relacionarnos con la gente. Creo que en cierta forma me pasa lo mismo. Cuando escribo necesito soledad, necesito aislarme de toda la mierda y ante cualquier eventualidad que me perturbe reacciono como un rottweiler que presiente que su comida está siendo amenazada por alguien ajeno a su entorno. Me desconozco.

Hoy, por ejemplo, me pasa algo bastante particular: Acabo de caer en la cuenta de que estoy luchando por una causa perdida y en efecto estoy sufriendo el golpe shockeante que me hace besar la lona y me sitúa en una realidad que tanto temí que iba a pasar y de hecho está pasando. Así, en gerundio, sin pretéritos perfectos o futuros inmediatos, está pasando, ahora, mientras escribo y liquido el último vaso de whisky. Sino, ¿Qué otra causa me puede estar reteniendo a permanecer hasta las cuatro de la mañana frente a un monitor en la madrugada de un domingo con tantos bares abiertos? Absolutamente nada, o mejor dicho, solamente esto que siento y que se está materializando en esto que escribo y que no sé en que mutación puede derivar.

Al igual que Descartes, en estas situaciones me propongo evitar la precipitación y al mismo tiempo, actuar con cautela. Pienso, luego existo, porque creo estar ante una verdad y porque sobre todas las cosas necesito distinguir en lugar de ver, para que mis sentidos propensos al engaño por argumentos flojos, no caigan en el subjetivo error de creer que estoy por tomar una decisión equivocada ante abominable panorama invasivo. Es cuestión de tiempo, me digo, y ahora si soy yo el que se vuelca famélico a escribir porque es la anestesia que me impongo cuando estoy atormentado de sentidos, que al igual que los géneros nunca suspenden sus mutaciones y me miran con cara de póker, mordiéndose la lengua, mientras esperan pacientes que caiga rendido a sus pies. Esta vez, no me verán arrodillado. Escribo, luego existo.

A Rafael Cippolini, un ensayista full time, activista patafísico, kamishibaísta y curador intermitente, que hace poco irrumpió en la escena con “Contagiosa Paranoia”, el otro día le leí una declaración en una revista cultural de un diario muy conocido, con la cual también me sentí identificado. La cita era la siguiente: “Cuando vos estás escribiendo un ensayo estas investigando que te pasa con algo a vos. Hay una exploración personal cruzada con una hipótesis”. Luego de eso no puede evitar pensar que Cippolini me había leído la mente. Porque incluso ahora, estoy escribiendo para develar eso que me pasa o al menos tejer conjeturas que me lleven a buen puerto y destraben esta situación de mierda que tengo.

Pensando en la impostergable sensación de tener que afrontar aquello que nunca quise. Tirado en el sofá de casa con una manta y la mirada clavada en el techo, caí en la cuenta de que hay momentos en los que no me soporto a mí mismo. Que el ser humano ante las situaciones de peligro y paranoia se reinventa forzando su exigencia, que desde hace un tiempo me levanto por las mañanas y experimento la misma sensación que Gregorio Samsa en “la Metamorfosis” de Kafka. Que ya no soy yo y que me esperan una chorrera de días nublados.

Sólo a modo de conclusión, antes que la nebulosa eclipse la verborragia y entienda que esta nota tiene futuro de autodestrucción en algunos minutos más, y también, -¿por qué no?- a colación de todo lo anterior. Ayer leía dos cuentos de dos escritores que me fascinan y que creo, son de lo mejor que he leído. Uno de ellos se llama “Los pocillos” de Mario Benedetti, el otro es “Carta a una señorita en Paris” de Julio Cortazar. El día que las cosas que creía estables comiencen a sufrir lo que Newton definió como ley de gravedad y el sentimiento opresivo, primero en el pecho y luego atormentante en la mente, me lleve a escribir algo similar, me sentiré realizado en la vida. Supongo, que al igual que Neruda, confesaré que he vivido y sólo para parafrasear a Freud, diré lo mismo que dijo cuando termino de escribir “La interpretación de los sueños”: “a partir de ahora solo me queda dedicarme a envejecer y a morir”.

Por el momento me quedo así, inmóvil como el naufrago de Hanks sin el señor Wilson, pero en mi sofá. Disfrutando la tormenta.

Germán Uriarte
(Septiembre 2008)

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