lunes, 18 de mayo de 2009

GUTIERREZ Y YO (Cap. 3)


CAPITULO 3

"Las copulas y los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres"

Jorge Luis Borges.


Mi casa es normal. Yo le digo mi casa, pero en realidad es un departamento. Tiene un living comedor amplio, la cocina separada y un pasillo que se diferencia de estas por unas puertas vaivén que marcan el comienzo del mismo y dan lugar a mi pieza y al baño, ambas, al fondo y a la derecha.

Vivo en el 8°C, en Billinghurst entre Gorriti y Cabrera. Entre los objetos que pueblan mi casa, además de aquellos electrodomésticos imprescindibles, se encuentran un caleidoscopio, una radio Spika que prendo todas las mañanas al levantarme, una tostadora que no anda y un cepillo de dientes que no cambio desde mis ocho años. También, tengo dos animales. Cacho, un pez naranja de mirada siniestra y Ramírez, un perro labrador negro con tendencias marxistas.
Pero de todos estos objetos y seres que habitan mi casa, hay uno que es bastante particular y con el cual tengo una relación que amerita terapia.

Sobre la pared del fondo, yace impune, un espejo que legué de mi abuela Felisa cuando sus padres vinieron de Portugal. Desde chico, cuando solía pasar tardes enteras en su casa de Carlos Casares, siempre supuse que ese espejo me iba a seguir a sol y sombra y que no me iba a librar de él tan fácilmente. La ecuación terminó de cerrar en mi cabeza, el día en que vi el tape que ella dejó antes de morir. Mis catorce primas se repartieron una herencia de una dinastía portuguesa que mi abuela guardaba en la cómoda de mi abuelo “y a vos Germán te toca el espejo”. Eso dijo, “a vos Germán te toca el espejo”. Yo me quedé un rato paralizado frente al televisor mientras mis catorce primas se fundían en un abrazo de gol. Hechas un asco.

Así que desde que falleció mi abuela, yo convivo con un espejo que no soporto y que está empecinado en hacerme la vida imposible. Al menos, no habla.

Vivir con un fenómeno inexplicable que te juega en contra es como nadar contra la corriente. No se puede. Hace más de ocho años que intento hacer las pases y no hay caso. No le pido mucho, sólo que muestre un reflejo fiel y fidedigno de mí. Que no me engañe, en otras palabras.

Hasta aquel invierno fatal del 96, mi relación con los espejos era llevadera. Sólo me engañaba el de casa, y hasta había veces en las que me divertía con lo que reflejaba. Si el espejo estaba de buen humor me devolvía una imagen estereotipada de modelos de Sprayette y hasta hubo un día en que me reflejó a Tom Cruise. Que en el espejo de casa aparecieran figuras de envergadura en lugar del decadente reflejo propio, levantaba mi autoestima a niveles insospechados y me hacían encarar el día con una actitud diferente, creído que aquello que veía en él, era verdad. Caminaba por la calle piropeando a adolescentes de colegios religiosos o mujeres maduras en estado potable, y hasta me animaba a mensajear sin sentido a alguna de mis ex, con fines netamente sexuales. Claro que después, sus respuestas me transportaban a la realidad, retrotrayéndome a mi original estado físico, psíquico y moral. Pero hasta que no caía en él, mi sistema nervioso central experimentaba un estado primaveral de eyaculación precoz.

Desafortunadamente para mí, esos estados eran la excepción y no la regla. La mayoría de las veces, el espejo me jugaba bromas pesadas devolviéndome un reflejo que no era real y del cual yo, tardé un tiempo considerable en advertir que me estaba engañando. Hay una constante que siempre rigió mi vida: cuando algo anda mal, soy el primero en admitirlo y el último en enterarme. Gutiérrez, en cambio, es el primero en enterarse y el último en admitirlo.

Lo cierto es que todo cambió una tarde de invierno de 1996. Como si todas las fuerzas del mal se hubieran alineado en mi contra, todos los espejos en los cuales me reflejaba mostraban una imagen incierta. El problema se había trasladado de mi casa a la calle, donde yo fuera arrastraba conmigo un reflejo psicodélico que además de no advertirlo, me sometían constantemente al absurdo. Vivía en un estado de incompatibilidad conmigo mismo y a la vez comencé a no ser respetado donde vaya y a escuchar un murmullo incomodo a mis espaldas, o en su defecto, risas sarcásticas para nada saludables.

Fue así como empecé a pasar los peores momentos de mi vida, ya que generalmente el espejo solía hacerme salir desnudo o vestido de una manera ridícula a la calle.
Por ejemplo, un domingo en plaza Francia una manada de niños me siguió toda una tarde suplicándome que me saque una foto con ellos. Al llegar a mi casa, mientras atravesaba el palier, Atilio, mi portero de cabecera, me dijo que si estaba trabajando en el trencito de la alegría, les dijera a mis jefes que el traje del hombre araña me quedaba bien, pero que me podría quedar mejor si en la parte de abajo, en vez de llevar la pollera de Campanita, me ponían un pantalón que combine. “Aunque sea uno Adidas, de esos viejos, viste” disparó Atilio.

Yo, apesadumbrado, asentí y le dije que su apreciación era correcta y que se los iba a hacer saber a la brevedad. Luego, me introduje en el ascensor y confirmé que el espejo me seguía mostrando que llevaba un jogging, una camperita de algodón y unas zapatillas sport bastante copadas. Como siempre, la verdad era otra.

Llegué al octavo piso y cuando estaba por introducir mi llave en la cerradura, me cayó un mensaje de Beba.

Kres vnir p´ ksa tunait? :-)

El mensaje transcripto sería algo así como: ¿Querés venir para casa esta noche? Más una carita feliz que para apreciar hay que inclinar la cabeza para la izquierda
Antes de entrar, descubrí con cierta vergüenza como mí vecina del 8° A, le tapaba los ojos a su hijo de tres años con el único fin de que evite ver el papel lamentable que gratuitamente estaba ofreciendo en la puerta de mi casa.

Suspiré, el cansancio me delataba. Entré a casa, recogí las boletas de Edelap y ABSA, batí un café y luego de hacer un zapping efímero, tomé una ducha de más de una hora; me cambié minuciosamente y decidí caminar las quince cuadras que me separaban de lo de Beba.

En el camino, noté como la gente que cruzaba no desviaba la vista de mí. Lo supuse de nuevo. Cuando llegué a lo de Beba, como de costumbre toqué tres veces el timbre y a su respuesta dije la palabra “Cadorna”.

Cuando Beba abrió la puerta, me miró de arriba abajo y deslizó un contundente:
¿Qué haces vestido de Peter Pan?
Es ese espejo hijo de puta, respondí y entré por el pasillo. Indignado.

Germán Uriarte
(Diciembre 2008)

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