lunes, 18 de mayo de 2009

PÁNICO Y LOCURA HACIA EL SUR (2° Parte)


Palpitando la debacle

Cuando las cosas empiezan a salir mal lo primero que hace un hombre es maldecir; lo segundo puede variar entre dos opciones: arreglar lo que sale mal o cruzarse de brazos; lo tercero es buscar culpables, atribuir esa mala suerte a algún Dios o en su defecto a alguien al que se le deposita el mote de “mufa”. Es causa y es efecto.

Para cuando nuestra suerte empezó a cambiar, comencé a sospechar de aquella tercera persona que nos acompañaba. Mi primo lo absolvió y en cambio atribuyó su mala suerte a los festejos de año nuevo, cuando a su casa de Avellaneda, vino a brindar un tipo que le dio la mano y le dijo: “¿hola, qué tal? Soy el tipo con más mala suerte del mundo”. Yo cada vez más me acerco a esa teoría.

El domingo comenzaba sus últimos suspiros cuando Chubut nos dio la bienvenida. Ingresar a Chubut significa mantener una conducta vial mucho más perspicaz que la que se venía teniendo hasta ese momento.

En primer lugar, porque la noche así lo obligaba; en segundo porque las rutas se asemejan a una especie de Pac-man, donde hay que pensar dos veces (o tres) antes de elegir cada movimiento.

La temperatura ambiente había cambiado y en ese sentido Chubut se encarga de hacerlo saber. El frío seco exige calefacción y mantener la cabeza ocupada. Un cartel me aportó más información aun: “Bienvenidos a Chubut, capital del viento”

Que la gente corra al bajar de sus autos o se apriete el pecho hasta que con éxito logre volver a entrar en un clima agradable no es casualidad o parte de un ritual. El frío cala hondo y sólo bastan cinco segundos para imaginar lo que debe ser el viento a mediados de julio, e indefectiblemente agradecer la seguridad de no tener que soportarlo en un futuro.

Paramos a cenar en la entrada de Comodoro, en una estación de servicio que víctima del capitalismo, amplía sus instalaciones para poner un restaurante de comidas rápidas. Ellos, víctimas, nosotros, cómplices. Ambos, uno.

Milanesas a la napolitana con papas fritas, un manjar. Luego la cafeína necesaria para mantenernos despiertos y calientes por el resto del trayecto.

Un sobre de café me lo advirtió:
“Es el destino quien da las cartas. Pero el hombre quien las juega”
Obvio, pensé. Ayer, hoy y siempre.


Próxima parada: Santa Cruz.

En el ojo del huracán

Eran las 6 de la mañana cuando entrábamos en Santa Cruz. La madrugada conservaba los mismos protagonistas que horas atrás en Comodoro Rivadavia: el frío y el viento. El calendario había decidido dar vuelta una página, era lunes y la rutina laboral resurgía entre las cenizas del fin de semana.

Caleta Olivia fue el primer pueblo que nos salió al cruce. Algo así como 36.000 personas agrupadas en torno al Mar Argentino y mantenidas a base de la producción más importante de toda la Patagonia: El petróleo.

Hicimos una parada en busca de recargar combustible. Por estos lados, el petróleo cotiza diferente de la gran capital. La gente no especula con el GNC, no es necesario. Lo que por otros lados abunda, por estos escasea. Lo mismo sucede a la inversa.

Continuamos camino por una ruta un tanto más peligrosa que las anteriores. La llanura empieza a exigir maniobras extra large y pone en guardia a todos los que la transitan. En el sur, las páginas de policiales pierden en delitos lo que ganan en accidentes.

Cerca de las 9 de la mañana y cien kilómetros adelante de Caleta, lo premeditado hizo efecto; para ese entonces mi hábitat natural eran los asientos traseros. La camioneta se llenó de humo y nadie fumaba, en consecuencia, no era buena señal. Tuvimos que frenar, no quedaba otra.

Tener que frenar al costado de la ruta en el medio de Santa Cruz, es en un comienzo desesperante. No sólo porque no suele haber mucho tránsito, sino porque también los celulares pierden señal y uno se encuentra en una extraña sensación de no saber qué va a pasar. El futuro se encuentra en puntos suspensivos.

Nos bajamos de la camioneta y ahí estábamos los tres, con la misma cara de Cambiasso frente a Alemania después de haber errado el último penal. El pueblo más cercano es Puerto San Julián, algo así como 60 Km. de distancia. En momentos como éste, se recomienda no perder la tranquilidad. ¿Qué hacer?

Maldecir sería poco inteligente, es necesario porque de esta manera uno despotrica contra su suerte, pero no nos lleva más allá. No nos da una solución.

No quedaba otra que pedir ayuda y yo era el encargado de conseguirla. Lo advertí en sus miradas.

Mi misión no era del todo sencilla, digamos que se podría resumir en dos partes: Hacer dedo y conseguir un electricista y una grúa para llevar la camioneta a arreglar. La primera de las partes se resolvió en forma sencilla, a los dos minutos estaba arriba de un camión; el dueño se llamaba Juan, venía de Bahía Blanca y trabajaba para una famosa marca de cerveza; llevaba 1200 cajones.

Ser copiloto de un camionero no es tarea fácil. Implica por sobre todas las cosas: escuchar, analizar y decir algo inteligente acerca de su situación. Un camionero necesita hablar y que acepten sus reglas. El camión es su segunda casa, la primera es el acoplado.

Los kilómetros pasaron uno a uno, y así fuimos hablando de nuestras vidas, de repente Juan saca un compact, lo pone y ante mis oídos los alaridos de Leo Mattioli atentan cual fundamentalista talibán frente a las torres, lo que sigue es una sucesión de temas a todo volumen acompañado de tarareos incipientes por parte del camionero.

- ¿Te gusta Leo Mattioli?
- Me encanta. Mentí. Qué otra cosa podría hacer.

Llegamos a Puerto San Julián, me despedí de Juan, nos dimos la mano y le agradecí por todo. Acto seguido me encontraba en una ciudad que desconocía de pies a cabeza y caminando en busca de un electricista.

Puerto San Julián trasciende entre bulevares, estaciones de servicios y Mar Argentino. Luego de media hora por fin di con mi objetivo. Me di cuenta porque un cartel escrito a mano me lo dijo.

Me presenté y le conté mi problema. El tipo frente a mi, era gordo y vestía alpargatas negras, jogging un tanto descolorido y una musculosa del año 1986 con varias heridas de guerra, la situación no era la mejor. Luego de escuchar mi novela me dijo que había que hacer traer la camioneta para que la pueda ver (eso no era ninguna novedad). Lo novedoso era que no había grúa porque la única grúa del pueblo estaba haciendo otro trabajo.

- No te preocupes que yo tengo unos amigos que te la pueden traer, me dijo,

El hombre en cuestión saca un Nokia 1100 y llama a sus amigos. En veinte minutos se hace presente en el lugar una camioneta Ford roja, con dos hombres dentro de ella; bajan y dicen “¿quién es el de la camioneta?”.

Mi vida pasó por delante de mis ojos, no obstante, tomé coraje y levanté la mano; acto seguido, me encontraba dentro del vehículo para recorrer los 60 kilómetros de vuelta en busca de nuestra camioneta. Mi ubicación era la siguiente: al medio de los dos.

Para romper el hielo, se me ocurre preguntar por sus nombres, primero me dirijo al conductor

- ¿Cómo se llama?
- ¿Io? me dice, io el Luí.

El hombre vestía alpargatas, boina de campo y aparentaba unos 50 años. Después me dirigí a mi acompañante,

- “Yo me llamo Saturnino” adujo.

Saturnino tenia fácil 7 tatuajes en cada brazo; uno de ellos era la parca, otro un corazón con cadenas, otro un escudo de la fuerza aérea con la leyenda “Satu” y los demás variaban en términos de concepto. Lo único que sé, es que ninguno tenía que ver con ninguno; el más llamativo lo vi en sus nudillos, decía también “Satu”, en clara alusión al diminutivo de su nombre. Mi segunda pregunta fue la siguiente:

- ¿qué modelo es la chata?
- Modelo 82 contestó.

La respuesta quedó zumbando en mis oídos por un lapso de tiempo poco saludable. Continuamos nuestro camino. Faltaban escasos 15 kilómetros para llegar a destino cuando “Satu” abre la oxidada cajonera, me mira y saca un cuchillo; yo lo miro con cara de haber chupado un limón; el cuchillo pasa frente a mis ojos, desciende y se introduce dentro del pasacassete con el objetivo de arreglarlo. Luego sonríe, me mira y dice

- siempre se traba esta mierda.

Yo sonreí, mientras por dentro un interminable suspiro recorría mi tórax. Al fin llegamos: la cara de mi primo cuando caí con los dos paisanos fue la misma que puso Nora Dalmasso antes de morir.

Me anticipé a todos y se los presenté, intercambiaron miradas, a mi me dirigieron una bastante fuerte, de esas que te dicen “¿a quién trajiste?”. Hice un guiño de ojos, levante el pulgar y repetí dos veces

- “está todo bajo control, vos confía en mi”.

Obviamente, yo no estaba seguro de lo que decía pero otra no me quedaba. Unimos la camioneta con una lanza, que es algo así como un fierro que mantiene cierta distancia entre una y otra. Una vez consolidados los dos polos, partimos hacia Puerto San Julián; allí esperaba el electricista de aires bizarros.

Pero todo no iba a ser tan fácil, no cuando la mala suerte es la regla y no la excepción. En el transcurso, la camioneta que nos tiraba empezó a propiciar unos ruidos raros, la causa de ellos: una válvula floja en su motor. Tuvimos que parar. Maldiciones de por medio, el paisano trepó a la parte delantera del vehículo y después de media hora pudo arreglar el problema. “Satu”, cual discípulo del Luí (no Luis) observaba atentamente.

Yo me quise hacer el langa y tiré un chiste que no fue muy bien tomado por la multitud, no recuerdo cuál era. Opté por irme a recostar a los asientos traseros y terminar de leer el libro de Woody Allen. Volvimos al camino y esta vez logramos llegar a destino.

Una vez allí, el electricista revisó de pe a pa la camioneta. Nosotros esperábamos sentados en el cordón el final del arreglo. Mi primo no dejaba de agarrarse la cabeza pensando en el futuro de la camioneta y en el de su bolsillo. Yo tenía frío y el otro flaco hablaba por teléfono. Después de dos horas, la camioneta se arregló y salimos para Ushuaia serían alrededor de las 13hs. del lunes.

Germán Uriarte
(Enero 2009)

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