
CAPITULO 2
"Si hay algo que nos salva en este mundo... es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una isla de ignorancia en medio de los mares negros del infinito, y no estamos hechos para viajar lejos..."
H. P. Lovecraft
Pertenecen a mis sueños lo sé. Cada jueves cenan conmigo, me observan sin emitir palabra alguna, hacen sus anotaciones y me depositan en la cama.
A cambio, tengo la posibilidad de atrasar los relojes, de saber lo que voy a soñar y de interferir en los sueños. Puedo elegir un desenlace feliz o un final trágico, inesperado. También puedo dejar de soñar cuando quiera, distinguir el límite entre lo irreal y lo verdadero.
Yo no los elegí, ellos dicen que tampoco. Yo no les creo. Ellos tampoco. Lo cierto es que conviven en mi cabeza, a veces me hacen decir cosas que no quiero y los días de lluvia rezan por mí y las oraciones quedan zumbando en mis oídos por algo así de tres días, luego se mudan a mi conciencia, asesinan uno a uno mis pensamientos y borran mis recuerdos.
Sus apariciones son sistemáticas, como un ataque de epilepsia. La garganta se seca y todos los jueves se materializan a través de mis orejas. Salen de ahí y se dedican a estudiarme. Sustantivizan mis perversiones. Cuatro tipos observándome a cambio de regir el movimiento de las agujas del reloj de quien yo quiera, pero no el tiempo universal. Manejar eso, era otro precio.
Gutiérrez es un hijo de puta, tendría que haberse dedicado a escribir ficciones, para mí se hubiese llenado de guita.
Voy hacer todo con el pragmatismo de un gánster, decía una y otra vez, convencido de que era la estrategia ideal para levantarse a su psiquiatra. Para mí, ese juego llevaba implícito un doble filo bastante riesgoso: Gutiérrez decía delirios interminables y sin límites, era evidente que esta mina lo podía mandar cuando quisiera a la clínica psiquiatra más repugnante del país y bien lejos.
Sin embargo, el tipo insistía en eso de inventar alucinaciones para seguir frecuentando su consultorio. Yo las conozco a las minas como esta, panfleteaba. A estas les gusta que vos le hagas la croqueta, viste. Ya casi la tengo. Es obvio que está muerta conmigo, solía afirmar, mientras levantaba las pronunciadas cejas en un claro gesto de “vos dejame a mí”.
- Gutiérrez lo que estás haciendo es un viaje de ida, pensalo bien.
Si hay algo en lo que Gutiérrez y yo nunca coincidimos es en la forma de seducir al sexo opuesto. Para mí, Gutiérrez estaba muy influenciado por Lovecraft, lo llevaba a todos lados. Tomábamos un café y lo citaba, hablábamos de futbol y parafraseaba al estadounidense para comparar la actualidad del tal o cual club o una determinada jugada. Gutiérrez llevaba a Lovecraft en el bolsillo, para cualquier cosa te lo sacaba, te lo tiraba arriba de la mesa y arréglatela como puedas. Incluso, había días en que afirmaba que Lovecraft reencarnó en él. Esos días se ponía insoportable. Yo, para equilibrar la escena le decía que era Woody Allen y él me criticaba las películas. Gutiérrez si no la gana, la empata.
Para algunas cosas Gutiérrez es mejor que yo. Hay veces que admiro su perseverancia en su afán de conseguir aquellas cosas que quiere. Es una especie de cocodrilo famélico que lejos de desesperarse, se carga de paciencia. Espera que la presa se acerque a él y a medida que su objetivo se aproxima, permanece inmutable para abalanzarse sobre su víctima en el momento justo.
Ahora bien, lo que nunca voy a entender es porque tenía que llevar al límite sus estrategias. Para Gutiérrez la enfermedad es una convicción. Es el Che Guevara de la esquizofrenia. El tipo sabía que no estaba loco pero sin embargo tomaba religiosamente la Risperidona. Era un profesional. Enloquecer era su vocación.
Un día llegue a la casa de Gutiérrez con una docena de medialunas dulces y el tipo estaba durísimo. Era la materialización del Alplax. Lo encontré en el sillón abrazándose con sus propios brazos, con los ojos bien abiertos y yendo y viniendo de adelante hacia atrás. Un vietnamita, sin dudas.
Para reavivarlo le batí un potente café que tardó en tomar tres horas y veinticuatro minutos. Pero como la cafeína era contraproducente con el Alplax y yo ni me molesté en leer el prospecto, Gutiérrez estuvo despierto por una semana y media y creo que ahí le di una ventaja enorme porque el tipo no descansaba la mente y en consecuencia se pasó todo el tiempo planeando nuevas patologías e historias esquizofrénicas para impactar a Eugenia.
Eugenia es su psiquiatra. Desde hace un tiempo a esta parte Gutiérrez se emputeció con su minifalda y todas las noches antes de irse a dormir se la imagina en baby doll y repite una estúpida frase, que si mal no recuerdo dice algo así como: “Medicame y llamame Guti”. A Eugenia la conocí un día que fui a buscar a Gutiérrez a su consultorio. Para mí, Eugenia no esta tan buena como él dice, pero no lo juzgo, yo también suelo tener un gusto bastante particular con el sexo débil, suelo calentarme con las personas de más de 60; incluso tengo un affaire con Beba, una señora que conocí en un baile para la tercera edad y con la cual ya llevó más de tres años de ardientes encuentros.
Pero volvamos a Eugenia, como decía, la mina es psiquiatra y tiene aspecto de eso. Es una persona que si la ves por la calle o en la góndola de vinos del supermercado más cercano a tu casa decís “Esta mina es psiquiatra”. La mina usa polleras, lentes de marco grueso onda intelectual, vive la vida con una lapicera a su boca y a cada sugerencia o saludo en la calle responde con la muletilla “aha”, aunque hay veces que también dispara un “entiendo, entiendo”. Según el Indec, la estadística también señala que en el 33 por ciento de las ocasiones la gente que la ve suele decir “Esta mina es psicóloga”, mientras que hay un 15 por ciento que asegura que “Esta mina es chapista” y el 52 por ciento restante, se lava las manos con el famoso “No sabe, no contesta”. Yo, a estos dos últimos datos los agarro con pinzas. Les creo hasta ahí. Gutiérrez directamente no les cree. Es el anticristo del Indec. Su Marilyn Manson.
Pero por aquel invierno del 96, yo no tenía tiempo de despotricar contra el Indec como hacia Gutiérrez y mucho menos de fomentar sus cuartadas para voltearse a Eugenia. Me preocupaba de sobremanera los maltratos a los que se sometía, hipnotizado tras su obsesión de diván. En fin, sin darme cuenta fue creciendo en mí una especie de amor paternal hacia su persona, una necesidad de protegerlo de los factores externos y los medicamentos que lo acosaban. Día a día empecé a frecuentarlo con excusas estúpidas y proyectos televisivos mediocres que ya no motivaban comentario alguno de su parte.
La estupidez tocó su techo el día en que irrumpí en su casa decidido a ponerle fin a su dieta de pastillas con una bandera de la fracasada campaña “Sol sin drogas” que guardaba enrollada en el fondo de mi armario.
- Gutiérrez terminemos con esta paparruchada de la psiquiatra y los medicamentos, arremetí con voz firme y estampa decidida.
El, desde el fondo del pasillo permaneció inmutable sentado en el sofá y con las piernas cruzadas, me dijo algo que va a quedar grabado en la incisura intertrágica de mi oreja por el resto de mis días.
- ¿Qué haces vestido de caperucita roja y con esa banderita del orgullo gay en la mano?
Yo, lo miré con cara de haber chupado un limón, bajé mi cabeza y confirmé lo que mis retinas no querían comprobar.
- ¡Qué espejo hijo de puta! Dije, y pegué un portazo.
Germán Uriarte
(Diciembre 2008)
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