
“Caminante son tus huellas el camino… y nada más
Caminante no hay camino
Al andar se hace camino
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”
Antonio Machado
Me iba a La Plata, de un día para otro debía agarrar lo necesario para marcharme de allí. El miedo de aquel entonces me superaba, los nervios me inmovilizaban, creía que el mundo sería diferente si dejaba mi ciudad.
Mi hermano y mis padres se quedaban, era un viaje que compartía solamente con la soledad. El boleto tenía fecha sólo de partida, nunca me pregunté cuándo sería el regreso o si lo habría. Escapaba, como huyen las presas ante sus cazadores. Lo que en ese entonces ignoraba era de mi doble rol.
Correctamente realicé el protocolo personal, despedirme del único lugar importante de esa puta ciudad: observar desde el frente de la calle la casa de la persona que lograba canalizar todas mis angustias. Pensé en mi familia y en mi mejor amigo a los que tanto extrañaría, pero nunca imaginé que sufriría tanto por esa adolescente, esa persona que me hacia olvidar el mal momento que estaba pasando, de lo que no enfrentaba, de lo que mis oídos se rehusaban a oír, del cáncer de mamá.
Llegué hasta el lugar, quizá fueron horas, tal vez minutos o al menos segundos, no lo sé. Detrás de la ventana la cortina se corrió. Era ella…, nos miramos, y me fui. Otra vez y como en toda mi vida, me desentendía de la situación y mi fórmula era escapar. Durante mi última noche en ese lugar, no soporté más, caminé solo durante horas, y con valentía decidí, al menos, visitar otra vez ese lugar.
Parado se repetía la secuencia anterior, aunque esta vez, sería el “otro yo” el que desde algún lugar inexplicable sacaría valor para gritar a las cuatro y media de la mañana su nombre. No encuentro explicación a tal conducta, quizás fue la desesperación al sentir que ya no tenía más nada que perder.
Salió, le regalé una rosa y juntos vimos el amanecer pampeano. Fue el mejor momento que pude pasar antes de irme. Al marcharme de su hogar se abrió el camino. En ese entonces, al menos, había alguien que enfrentaba conmigo el dolor.
Al otro día almorcé mi plato favorito, fui el protagonista de la familia y a dos horas de partir, llegó ella. Me abrazó, me besó e hicimos el amor. Nunca nadie me hizo sentir igual. Tenía catorce años, desaparecía de mi mundo habiendo encontrado a la persona que siempre busqué. Sólo ella hacía olvidarme de mis problemas.
Volví a los dos años, pero todo cambia, y esa no fue la excepción. La busqué… no estaba. Fui en dirección al mejor monumento que tiene la ciudad: Arenales 241 y ahí la encontré. Embarazada con sólo diecisiete años y otra persona a su lado.
Para castigarme y reprocharme la demora con la que actué, decidí esperar que ese bebé naciera. Cuando me enteré que el acontecimiento se había producido, reaccioné de igual forma al pasado, opté por volver a irme. Desde ese momento, ya no creo en el amor. Siempre escapo, inicialmente por el cáncer de la vieja y ahora por el cáncer de mi corazón. Fueron aquellas pequeñas cosas las que me dejaron marcado, las mismas que me hacen llorar hoy, cuando estoy tan sólo.
Leandro Mata
(Octubre 2008)
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