Lo peor es acostumbrarse
El lunes 1° de diciembre extrañamente amaneció lloviendo y la temperatura bajó unos cuantos grados en relación a los días anteriores. Tamaña manifestación ambiental me puso –también extrañamente- de buen humor. Mientras desayunaba, el ruido de un papel pasando por debajo de mi puerta llamó mi atención. Eran las expensas de mi nuevo hogar.
La necesidad de pagar me alertó que en días mas cobraba mi sueldo y no pude evitar pensar y repensar el dilema moral que significa trabajar de algo que no soporto hacerlo, en un lugar del que no quiero formar parte pero debo pertenecer porque hay que comer. La insatisfacción se deshizo cuando asomé mi cara por la ventana y un pibe de no más de 14 años tiraba de un carro lleno de cartones en dirección a avenida Rivadavia. Recordé la vieja frase de mi madre, un tanto conformista por cierto, de que hay otros que están peores que nosotros.
“La radio pone fuego a la lenta cumbia” dice un tema de uno de los últimos trabajos de Spinetta y yo pienso que la frase fue hecha a la medida de Balvanera. Sobre calle Yrigoyen un bar escupe olor a minutas, y puertas adentro, suena a todo trapo música tropical con ritmo a periferia, mientras se escucha discutir a dos hombres pasados de copas. Son apenas poco más de las tres de la tarde y el agua no es excusa para que la ciudad afloje su ritmo. Amenazo con poner un pie en la calle y la lluvia parece advertirlo y caer con más fuerza, pasa un taxi y no dudo en frenarlo, es mi franco y por más que llueva, necesito despejar mi cabeza frente a una rutina que comienza a ahogarme.
-¿Ves este qué está en la esquina con estos dos? Bueno, estos son pungas. Son de la zona y siempre se juntan acá o sobre La Rioja. Vos ahora no te das cuenta porque sos nuevo pero con el tiempo vas a empezar a fijarte en esto que te digo.
Lo confieso: el hombre no habló sólo o porque sí. Que el tachero dijera lo que dijo, fue producto de mis prejuicios, de lo que veo en la tele, del miedo que consumen mis ojos y mis sentidos, sino, ¿qué otra cosa me podría haber llevado a preguntarle si el barrio es seguro o no? Ninguna. Además, ningún joven de 24 años haría esa pregunta de padres de 50. Pero yo la hice y obtuve como respuesta lo que todo pasajero de taxi quiere escuchar, que sí, que es más inseguro de lo que creo y puedo llegar a imaginar. En fin, lo que leyeron.
-¿Vos sos del interior? Bueno, cuando juntes unos mangos, anda pensando en mudarte. Este barrio es una mierda. Acá la vida vale dos pesos, te linchan por un par de zapatillas sea la hora que sea. Los códigos se perdieron hace rato.
Pagué, me bajé del taxi y la paranoia era un tanto más grande que veinte cuadras atrás. No importa, la gente por estos lados se acostumbra a convivir con eso, con la muerte a la vuelta de la esquina, con la sensación de miedo y con la inseguridad y desconfianza en el que camina delante y detrás de uno. Si no te gusta, te vas.
Dentro de otro ecosistema un tanto mas aristocrático, advertí en un coqueto ascensor de un edificio de Recoleta el identikit de un violador que desde hace unos días merodeaba por la zona. El boceto explicaba detalladamente como procedía el desconocido y finalizaba rogándole a los vecinos del barrio que se cuidaran entre ellos.
De vuelta a casa, caminé. Con un miedo indescriptible, de esos que te hacen apurar cada vez más los pasos, pasé por las esquinas que no debía pasar, sólo me pidieron monedas que no tenía. Llegué a casa y agradecí estar vivo. Frente al espejo confirmé que me estaba transformando en alguien que no quería ser, que CNN estaba ganando la batalla y me estaba convirtiendo en uno más de sus seguidores.
Prendí la tele y con tristeza contemplé como se debatía en la Corte Suprema, un proyecto de ley para bajar la imputabilidad de los menores de edad hasta los 14 años, en delitos graves, pero no me extrañó que así fuera, ni que la sociedad esté de acuerdo con ello. Tampoco me sorprendió que en las calles los afiches de los políticos hicieran tanto hincapié en la inseguridad y propongan crear más cárceles. Después de todo y a esta altura de mi estadía, la vorágine capitalina me había contaminando más de la cuenta.
La calle está dura- Si es por buscar, mejor que busques lo que nunca perdiste.
A veces pienso que las palabras con la que Martín Caparrós da comienzo a su libro de crónicas “El interior”, le quedaban calzadas al que era por ese entonces mi presente. Para cuando comenzaba a desayunarme con la capital, además de estar leyendo a Caparrós buscaba trabajo como periodista en algún rincón de la ciudad.
Para tal fin, había decidido comenzar con patotear a comunicadores de renombre en las mejores radios de la ciudad. El 151 en Rivadavia y Saavedra me depositaban en dos de ellas, la Rock and Pop y la Metro. No era la mejor manera de hacerlo, pero de alguna forma se tiene que empezar cuando se carece de medios diplomáticos que te acerquen a ello.
Colegiales es un barrio que rara vez sale en la tapa de los diarios. Tiene sus rollos como todo espacio cercado por instituciones, espacios verdes y gente con pulso en las calles, pero acá el clima es más tranquilo y se siente cierto aire a siesta y reposo dominical. Esto, claro está, tomando como referencia a Once. Lo sé, las comparaciones son odiosas.
Un curriculum en la mano y otros escondidos en el morral. La táctica era primitiva: hacer guardia fuera de La Metro y esperar que alguien de renombre salga
para abalanzarme sobre él y pedirle una oportunidad. Fernando Peña fue la víctima.
- Fernando, ¿cómo estas?, te quería dejar mi curriculum, soy Comunicador Social y hace poco que llegué a Capital para probar suerte.
- Bueno, damelo y si te necesito, te llamo.
- Mirá, a mi me gustaría aprender y ganar experiencia en esto. No me importa que no me paguen, quiero hacer carrera.
- No. Gratis no. Gratis nunca. Yo si te necesito te llamo, pero gratis no vas a trabajar conmigo.
Peña se sube en la parte trasera del C5 y su chofer arranca por la calle Conde, en dirección a Palermo. A contramano, me dirijo hacia Virrey Conesa y Loreto, a dejar otro curriculum a la productora PPT, mientras pensaba que ya se hacia la hora de volver para Balvanera y tomar la combi hasta Ezeiza.
En la productora me atendió Bárbara, una secretaria de turno. Le dije el mismo speach y me dijo que solían tomar gente pero no en esta etapa del año
-Igualmente lo dejo junto a los otros y ellos verán si te llaman
“Lo dejo junto a los otros” fue lapidario. En sí misma, la frase no guarda ninguna connotación, pero leyendo entrelíneas, se puede apreciar que ese “los otros”, habla de miles de personas que conviven con la misma angustia, la de no ser nadie en un mundo de gente que no es nadie. La sensación de que Buenos Aires te da todo, menos lo que necesitas
De vuelta a la parada del 151, sonó mi celular. Sobre la pantalla, figuraba la leyenda “Privado”. Supuse que era muy temprano para recibir el llamado de Peña, pero atendí con cierta esperanza ilusa:
-¿Germán?
-Si, ¿quién habla?
-¿Qué tal? Julián del departamento de Recursos Humanos del Duty Free Shop te habla.
-Si, decime.
-Mirá, te quería llamar para evitar que te vengas para acá y te comas el garrón… Vos sabés que con este tema de la crisis tenemos que recortar personal y en situaciones como estas, priorizamos a aquellas personas que tienen mayor tiempo en la empresa. Yo te quería pedir disculpas, pero vamos a tener que prescindir de tus servicios. No es que no estemos conforme con tu trabajo, pero es mala suerte y son los tiempos que nos tocan vivir.
-Entiendo.
-En estos días te va a estar llegando el telegrama de despido y los chicos de Recursos, te van a hacer la liquidación final para que la pases a buscar.
-Ok. (Silencio Stampa)
De vuelta a Balvanera, no recuerdo con exactitud en que pensé. Son esos viajes donde la mente está en blanco y la cabeza se apoya contra algunos de los vidrios.
Cerca de La Rioja y Rivadavia, recordé la frase que decía que Dios estaba en todos lados pero atendía en Capital y no me extrañó que por estos lados cada día haya más ateos, después de todo, yo me había convertido en uno de ellos. Con 40 grados de sensación térmica, aquel mediodía de diciembre, volví a masticar la bronca de saber que las cosas no me estaban saliendo como quería, justo en el momento en que abría la puerta de mi casa y me enteraba que debido a las altas temperaturas y la crisis energética, el Gobierno Nacional me había cortado la luz. Bienvenido a la gran ciudad.
Germán Uriarte
(Diciembre 2008)
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