
Está solo en la oficina. Comienza por sacarse las medias porque está transpirando. Todavía no entiende, no sabe por dónde empezar a hacer el reconto de todo esto. Ya se sacó las medias.
Se desabrocha la hebilla del cinturón, lo tira a un costado, no entiende, está totalmente desorientado. Pero cae en la cuenta de un dato, intrascendente para todo lo que le pasa, pero un dato al fin, en medio de la furia, le revoleo sus zapatos al juez de línea.
Sin necesidad alguna desabrocha el cierre de su bragueta, pero luego pasa a desprender el botón de su pantalón y lo deja en el respaldo de su silla, dándole la espalda. Gira. Mientras, se toma la cabeza con todas las manos grasosas luego de haberse secado reiteradas veces su frente, sigue buscando un punto fijo que calme su malestar, pero no encuentra. No lo halla. Se siente desorientado. Solo. No sabe en qué pensar.
Como endemoniado y en un acto supraempírico, el celular que estaba apagado, empieza a vibrar y a dar vueltas en medio del escritorio.
La oficina en un plano general demostraría que reinaría el orden y la prolijidad, pero si se acerca la imagen hacia el sector izquierdo del escritorio, se ve claramente, una silla corrida con un tipo que se lo nota desencajado.
Mira el celular, lo toma con fuerza, y al tomarlo lo aprieta. Hace presión como queriendo estrangularlo. No lo sabe, pero no hay dudas que si pudiera ejercer el rol de un asesino serial lo tomaría al instante, como un empleo que quedó vacante en una revista pornográfica.
Es la puta que se cojió ayer. Las imágenes de la mente lo llevan a las reiteradas infidelidades que cometió hasta que su mujer lo echó de su casa. Y fue ahí. Fue ahí dónde empezó.
De fuerte temperamento, con ímpetu exhaustivo en el trabajo, buen dirigente y sin familia, sumado a eso, el inicio de la crisis del club, se decidió por tomar el mando, hacerse cargo, y acepto la presidencia.
Respaldando al técnico que venía, invirtieron en contrataciones al nivel adquisitivo que la institución podía, y sin guardarse nada, trajeron lo que para el medio alcanzaba. Lo necesario para hacer una respetable campaña, a eso se le agregaban varios pibes que estaban subiendo de las inferiores y dos jugadores mayores que se habían quedado libres en ligas extranjeras y venían a dar una mano, por lo que sólo había que pagarles un contrato mensual y no había que pedirlos a préstamo a ningún equipo. Con todo esto, había que estar en mitad de tabla, poco más, poco menos, pero rondado esa media. Pero no.
Ni mierda, nada de eso, empezaron las olas de derrotas consecutivas y cada tanto un empate. Y siguieron sin tener piedad. Más derrotas, una racha de tres empates al hilo y otras tres derrotas. Ahí explotó todo.
Amenazas al técnico, él ya había recibido varias intimidaciones de hinchas pero trataba de estar al día con los barras, para controlar a las fieras que de por sí, ya estaban incontrolables. Pero la última derrota fue insostenible.
Se ganaba un partido tres a cero, dos expulsiones injustas, un penal en contra mal sancionado que terminó en gol, después dos goles más seguidos, uno atrás de otro, y el arbitro da cinco minutos adicionales, cinco, y en la última jugada gol de ellos. Todo a la mierda. Se fue todo a la mierda, a la puta madre que lo re mil parió. “Que se vayan todos que no quede ni uno solo”, se escuchaba a las fieras.
Las barras sin importarle el cobro de su pago para el aliento y no para el repudio, habían comenzado a arrancar las butacas y arrojarlas hacia el campo de juego. Desesperados pedían una cabeza. “La camiseta se tiene que transpirar, y si no, no se la pongan, vayansé no roben más”.
Y bueno, se tuvo que echar al técnico y traer uno nuevo, más joven y carismático, alentador, calentón, tribunero. Era el estandarte indicado para está situación. La gente pedía huevos, poner huevos, y bueno…
Debut y empate. Pero el equipo jugaba contra uno de los punteros de visitante, nadie dijo nada, era como una victoria, además, el equipo ya peleaba la promoción y se acercaba al descenso directo, y era un punto de oro porque los que venían mal, también -por suerte para el club-, perdían.
Al partido siguiente, se sacó un cero a cero contra uno de los que peleaba el descenso, por lo que, si bien no era ganar, tampoco se había perdido contra los rivales directos. Dos victorias seguidas, la gente se volvía loca, cada persona que salía de esa cancha se iba afónica, estrepita de alegría.
Dos partidos seguidos después de no haber ganado en todo el campeonato, el equipo ya se ilusionaba con salir de la crisis.
El presidente ya daba la cara con la prensa, aparecía en los entrenamientos, charlaba directamente con los barras en su despacho, sin tener la necesidad imperiosa, de acudir a algún intermediario cercano.
Para todo esto, el tipo ya se daba más libertades, alguna promotora que se quedaba después que la secretaría se fuera, botellas de buen vino que se abría sobre el final de la tarde antes de volverse a su casa, y comida afueras. La sangre nuevamente transitaba por sus venas sin interrupciones, que tiempo antes, habían hecho crisis y parecían que hubiesen estado por explotar.
Pero un día cualquiera de la semana, mientras el equipo hacia trabajo táctico, sintió que su secretaria golpeaba la puerta, y eso le pareció raro, porque generalmente las llamadas que él quería recibir se las pasaban y listo, y al que no quería hablarle lo despachaba la misma Esther. Pero acá ameritaba el hecho de preguntar. En eso, su secretaria le comunica que su mujer estaba esperando al teléfono.
El hombre solamente levantó el aparato, lo sostuvo unos minutos, escuchó y procedió a descolgar una vez que la susodicha finalizará con su llamado. Le había expropiado todo tipo de maldiciones, que era un hijo de puta descarado, un inmundo, y que le deseaba ser arrollado por un tren bala último modelo. Todo volvió a desestabilizarse nuevamente.
Él imaginaba a un muñeco con la camiseta del club de sus amores minado del alfileres, sin espacio uno entre otro. No se lo podía sacar de la cabeza. Pero en la Institución nadie creía ni en las brujerías ni en los maleficios. Por lo que cuándo él, de forma sugerente y al pasar, tiró la idea de sacar la mufa con la que el equipo acarreaba y sacar la malas ondas en medio de la cancha, todos los dirigentes le dijeron que ni loco, que habían remontado con las dos victorias seguidas, que primero no creían en nada de eso y que segundo si alguien tomaba como necesario una medida así, no era justamente, el momento apropiado.
Y comenzó otra vez. Derrotas sucesivas, partidos que se perdían sobre la hora. Errores groseros del árbitro dando penales al adversario. Los jueces de líneas invalidando goles que habían sido justamente convertidos, y a su vez, convalidándole al rival, otros que sí no eran, pero sí los validaban.
Goles en contra, expulsiones mal sancionadas, partidos y partidos que se perdían en la última jugada. Ni siquiera en el último minuto, sino en la última jugada, hecho que los jugadores no tenían ni siquiera la chance de sacar del medio.
Nuevamente se vivía el clima violento en las hinchadas, las barras que entre sí estaban enfrentadas coreaban prácticamente abrazadas, al unísono el cántico de, “se va acabar, se va acabar, la dictadura de Guzmán”.
Y fue ahí dónde este pobre hombre, rebajándose a todo y lo poco que le quedaba tuvo que pedirle a su ex mujer que cortará con la jodita esa de mufarlo. Que le devolviera esos empates. Al menos, con los empates lo sacaba del descenso directo.
Una noche en estado de ebriedad la llamó. La mina estuvo una hora en el teléfono encabronada, estaba terca, emputecida con que no y que no, que se lo merecía por hijo de mil putas. Así estuvo insoportablemente gritándole sin interrupciones de silencio en el medio, ni mucho menos dándole la posibilidad de colar bocado. Pero después de despotricar a diestra y siniestra se escuchó un silencio. Un corte. Una interrupción. Y sólo dijo: la cuenta en las Islas Caimán.
El tipo se quedó helado. Perplejo. No dijo nada por tres minutos, ella hacia como un ruidito resonante del otro lado para que supiese que estaba aún enojada y en posición de darle su última oportunidad. Hasta que le dijo que bueno. El tipo repetía bueno, bueno, si eso te hace feliz a vos Berta, pero no me jodas, es el club de mis amores y si desciendo me prenden fuego a mi, al estadio, y a los jugadores.
La mujer pidió por fax todo detallado, y advirtió que el maleficio no cesaría hasta que no tuviese el total del monto en su poder, recalcó que quería la transferencia absoluta del patrimonio.
El tipo sabía que era su última chance, que tenía que ganar, ya a mitad de semana había corroborado que su ex mujer tuviese todo en su haber.
Y llego el día. Soleado. La gente iba caminando de forma apaciguada al estadio, no quería apresurarse en el trayecto, no quería transmitir impaciencia ni siquiera en su caminata. Quería dar tranquilidad. Las distintas facciones de las barras habían juntado los micros de forma coordinada, habían reunido a los hinchas y solamente se escuchaba la clásica canción de aliento del equipo y el flameo de banderas por las ventanillas del autobús. Nada exacerbado.
Este hombre había cenado la noche anterior puntual, había tomado su medicación habitual que le permitía combatir al insomnio, no había ingerido alcohol a diferencia de las noches restantes, no había sobresaltado ningún detalle. Había sido minucioso y cauteloso en cada movimiento.
Al día siguiente, se despertó y se quedó dos minutos mirando el techo. Esperó que sonase el despertador, procedió a pagarlo y pensó bien qué pie apoyar primero sobre el suelo. No sabía por cuál decidirse, no entendía bien con esto del maleficio y el quite de éste, si la postura de su pierna izquierda o derecha modificaría en algo, o alteraría la situación ya antepuesta, por lo que decidió al mismo tiempo apoyar sus dos piernas en el piso alfombrado.
Se tomó la columna y comenzó a caminar hacia el baño. Abrió la ducha. Esperó que se evapore el espejo, y lo secó para iniciar su afeitada prolija. Luego se introdujo en la bañera, lavó cuidadosamente cada una de sus partes, pero una vez finalizado volvió a enjabonarse por las dudas que hubiese quedado algo que transmitiese mala onda, ya que a él le pareció asociar esto de la mufa con la falta de pulcritud. Salió del baño, se vistió elegantemente aunque con un toque que entremezclaba lo deportivo, y se fue de su departamento. Tomó el ascensor, se dirigió hasta el garage, y salió en su auto hasta el estadio sin prisa, y a velocidad máxima de cuarenta.
Llegó y saludo a sus colegas, aunque no esgrimió palabra alguna. Se introdujo en su oficina hasta el momento previo del partido. Le pidió a su secretaria que lo comunicase con su esposa para ratificar el pacto. Está solo contestó que todo estaba en orden, que él ya no tenía patrimonio alguno. Sólo pensó en la victoria.
Tenía decidido pasar por el vestuario y solamente desearles suerte a los jugadores y al cuerpo técnico. En algún momento lo repensó, pero volvió a la idea original. Minutos antes del calentamiento realizó todas las formalidades y se dispuso a esperar el partido.
La cancha tenía un colorido impresionante, pero las voces se escuchaban alejadas, con un tono bajito, tranquilo, cada hincha tenía que lidiar con su actividad de alentar y cantar, y a su vez, también lidiar con sus nervios. Era una doble misión.
Salió el equipo y el recibimiento fue aceptable. El rival no fue silbado, pareció inadvertido para toda la gente local.
A los seis minutos y de pelota parada el Flaco Muse de cabeza ponía el uno a cero y la gente se enfervorizaba nuevamente, pero ya tenía una misión más, mantener la calma, sumada a las anteriores del aliento y el control del nerviosismo.
El primer tiempo se había terminado sin sobresaltos. Antes de los diez del complemento, el rival se había quedado con uno menos por una doble amonestación del volante derecho. La cuota de tranquilidad para la gente, era aún mayor, si bien, solamente querían que todo terminase pronto y poder mantener la categoría. El entretiempo se hizo interminable.
En el suplementario, y faltando quince, cuando el rival se empezaba a venir con todo, una simulación del delantero contrario que ya había sido amonestado por protestarle anteriormente sobre faltas que no les habían sancionado, y habiendo tratado al arbitro de localista, se iba expulsado.
La angustia no tenía fin, pero con dos hombres más el equipo podía controlar la pelota el tiempo que restaba. Faltaban cinco minutos. El tiempo no pasaba. Se había congelado, estaba en una parálisis total y absoluta.
Todos pedían saber cuánto quedaba. La gente en las tribunas enmudecidas. La cancha era solo silencio. El rival también estaba entre expectante y desilusionado por la falta de dos hombres, y sabiendo que lo máximo que podían ambicionar era un empate que de mucho no servía. Pero para el local ese empate era volver a vivir. Era una segunda oportunidad, un empezar de nuevo.
El tiempo se cumplía. El cuarto arbitro levantaba el cartel mostrando que se adicionaban dos minutos más, la pelota intranquila se movía de allá para acá. Que iba y que venía. No se sabía si se llegaba el segundo gol o los rivales podían tener la chance de empatar y amargarles la vida a sesenta mil almas, y a tantas más que estuviesen siguiendo el partido por radio o televisión.
En eso, una escapada de Roque Zurcía, el volante izquierdo del equipo visitante era derribado por Salgueiro, volante derecho del local, que no dudaba y cortaba con falta.
En esto, el juez dice la última. Toda la visita en el área rival. El gordo Méndez de la radio opositora a la línea del presidente no encontraba la forma de transmitir lo que pasaba.
El arquero Huerta también va, van todos. La gente se muerde sus camisetas. El técnico local, Omar Jiménez se da vuelta y no quiere mirar. Algunos hinchas optan por tratar de entrar a la cancha, trepar el alambrado y que se termine. No quieren saber nada. Quieren zafar. Quieren que se termine. Se para un segundo el partido, el árbitro Guerra que mira al oficial.
El tiro libre del costado todavía no se hace. Hay golpes de la policía, sí señores, sí, los golpean a los hinchas. Hay oficiales de civiles en las tribunas que piden tranquilidad. Tranquilos muchachos, tranquilos que ya termina.
Ah, no. Un hombre de barba y canoso se desmaya. Veo una señora que se toma una cruz y la muerde, la nena que está al lado se tapa los ojos con las manos. Vamos que se termina después de esto. Y ahí sí, ahí se tendrán que revisar varias cosas, pero ahora, vamos que se termina.
El relator se levanta y no dice más nada, se lo guarda para sí, no puede lidiar con tanto sufrimiento, y encima, tener la responsabilidad de transmitir qué es lo que pasa. Se reanuda. Se reanuda parece nomás señores, se reanuda y se viene la última, pero yo no puedo más. Perdón señores, pero yo no puedo más.
El relator se levanta, se saca sus auriculares y contempla la última jugada. No puede más que vivirla sólo con su ser.
No hay voces en el estadio, un segundo antes de la ejecución se escucha una voz de un pelado que en la platea grita y retumba su eco, vamos carajo, vamos que se acaba, vamos mierda, vamos la puta que los parió.
Andrés Pontillo, central rival va contra el último hombre defensor, Pontillo carga contra el arquero, codazo de Salgueiro contra Martín Villanueva el lateral izquierdo del local, se arma tumulto en el área, la pelota ya está en el aire, el arquero no la ve, el línea prefiere no saber qué pasa, el arbitro deja todo librado al azar y tiene decidido dar el pitazo final cuando termine la jugada, Mariano Cazarrita el volante central rival se eleva sobre el resto, y les gana a todos en el salto. Gol.
El juez de línea corre hacia la mitad convalidando la acción. La cancha enmudecida. El maleficio quedando inserto, la mufa no lográndose extirpar. No hay explicación. Las caras de los hinchas se borran lentamente, van desapareciendo sus rostros, sus cuerpos, las tribunas, las banderas, el estadio, todo parece borrarse, nada es claro, todo cada vez es más difuso.
Pero la tristeza crece, la amargura tiñe todo, la impotencia inmunda inunda el estadio, las calles aledañas, la ciudad, las almas de tantos seres mortales que se pliegan a los que lloran desde el cielo, los que están nulos en el infierno, los que transitan el tormento en el purgatorio, en todos los lugares, se siente igual la maldita pena y el dolor que sufre ver la muerte del color de los amores.
Leandro Mata
(Octubre 2008)
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